Regresaba de trabajar en el centro de adicciones donde realizo mis prácticas profesionales como psicólogo. Llegaba cansado, hambriento y conmovido por el día que había tenido. Al entrar en casa, mis perros me saludaron con esa alegría inconfundible, saltando sobre mí sin contener su entusiasmo. Mi primer pensamiento fue: «No, mi ropa», ya que me la ensuciaron justo cuando tal vez tendría que salir más tarde. Sin embargo, casi al instante, me dejé llevar por el cariño y el afecto que me estaban expresando. Fue imposible resistir esa muestra de amor tan libre.
Este momento me hizo reflexionar: ¿Cuántas veces nos privamos de recibir la alegría en nuestras vidas? ¿Cuántas barreras ponemos, sin darnos cuenta, entre nosotros y los demás, incluso con aquellos que más queremos?
Esa tarde, mis perros me enseñaron una valiosa lección. A veces, las enseñanzas más importantes llegan desde los lugares más inesperados. Me di cuenta de que, para vivir plenamente, es necesario estar abiertos a recibir cada experiencia, sea alegre o no tanto. Y tal vez eso sea, en última instancia, lo que define la gratitud: la capacidad de recibir, sin reservas, lo que la vida nos ofrece.